“Inspiración” balbuceó Miguel Alcaraz mientras la hoja vacía
descansaba sobre el escritorio. Día tras
día, mes tras mes, año tras año, le costaba más encontrar imágenes, sentidos,
historias. En donde antes habitaba una surtida gama de ideas, relatos y desventuras
ahora solo aparecía un papiro en blanco. La imaginación, que brotaba ante cada
hecho insignificante que sus ojos captaban, ahora parecía dormida. Tal vez lo
estaba, o tal vez ya no respiraba y yacía apacible en su corteza cerebral,
mientras la razón, el juicio, la percepción y la decisión la lloraban
desconsoladamente.
Miguel fijó su mirada en el infinito blanco de la página
deshabitada. Así permaneció durante media hora, hasta que decidió usar las
técnicas convencionales para despertar la imaginación, técnicas que nunca había
necesitado antes. Empezó leyendo otros autores, ensayistas, escritores,
periodistas. Sentado en el sillón caminó las líneas de diferentes obras, lápiz
en mano para que no se deslizara ningún detalle en el océano de palabras que
moraba en cada tomo. Todo lo que se le
ocurría llevaba inevitablemente al plagio. “Esto no lleva a nada”, pensó “¿Será este el sendero ineludible a
convertirme en un Bucay?”. Esa idea lo atormentaba, no por el hecho del plagio
en sí mismo, sino por el temor de tener
algo en común con tal figura. Si
inspiración era lo que necesitaba, no la iba a encontrar en su biblioteca,
decidió. Tomó su abrigo y la bufanda, abrió la puerta y salió a la calle.
La brisa otoñal de mayo acariciaba su cara mientras los
rayos del sol permitían que la caminata sea amena. Un día perfecto, que se
prestaba para iluminar a cualquier persona que lo necesitara. Sus pasos lo
guiaron hacia la plaza del pueblo y con las manos escondidas en los bolsillos
de la ya gastada campera, tomó asiento en un banco con la intención de
observar. Observar, absorber, conectar, digerir, aprender, procesar todo lo que
pasara ante sus ojos. Todo lo que su olfato podía percibir, trayendo recuerdos
o creando aromas con sabor a ficción. Todo sonido que se hamacara en sus tímpanos y
trasmitiera el balanceo incesante hacia las recónditas cuevas de la creación
que moraban, hoy más que nunca, oscuras en los laberintos de su mente.
Contempló a los niños jugando entre si, en los toboganes,
con la pelota, con sus padres. Sintió sus risas, los ladridos de los canes que
paseaban por el barrio, los motores de los autos, los pasos armónicos de
mujeres y hombres que giraban trotando en un bucle infinito alrededor de la
plaza. Olfateó las hojas otoñales y su caída, el pasto mojado por el rocío, las
frituras de los vendedores que se cocinaban en los carritos alrededor de la
explanada. Y allí permaneció Miguel
durante toda la tarde, con temple y con la espalda encorvada, no por problemas
de postura, sino porque el frío obligaba a su cuerpo a abrazarse a si mismo. Las rodillas contra el estómago, las piernas
contra los codos, el mentón contra el pecho y las manos sobre la boca, que las
mantenía calientes con aliento de vapor.
En este contexto fue que su imaginación volvió a la vida.
Alcaraz se levantó y
con una sonrisa en los labios que repercutía en los hoyuelos de su cara, corrió
hacia la hoja blanca que aún dormía sobre su escritorio. Se sentó en la silla,
aferró fuertemente la lapicera y, con la sonrisa todavía impresa en su cara,
comenzó a trasmutar lo que su mente había creado en letras que a la vez
formaban palabras, oraciones, párrafos. El trazo danzaba sobre la hoja con
armonía, dando bucles y pausas simétricas, al compás del pensamiento que
acompañaba la melodía de la inventiva, con arreglos de fondo del paso de las
hojas, una tras otra hasta llegar a la última con un cierre ruidoso del lento
caer de la lapicera para marcar el último punto de lo que Miguel ya sabía que
sería su obra maestra.
Con satisfacción el autor leyó y releyó su cuento, su
invención, su imaginación materializada en palabras. Solo quedaba crear el título. Mientras su paladar
disfrutaba de un chocolate que guardaba siempre en su escritorio para ocasiones
especiales y su nariz sentía el aroma a café de Java recién hecho, selló con tinta
en la primera hoja, encima del primer párrafo, el nombre por el que se
conocería por el resto de sus días a su hijo predilecto. “Pablito, el bicho
bolita que tenía frío” se destacaba ahora, con letra mayúscula por encima del
resto de las frases.
Miguel sonrió nuevamente y se desplomó lentamente sobre el
sillón de la sala. Posó su cabeza sobre la almohada y cayó dormido mientras
pensaba e imaginaba cómo sería la reacción de la señorita Marta mientras leía
el relato y lo premiaba con una carita sonriente en la última hoja, bajo el
último punto, de la mejor historia jamás escrita.